domingo, junio 03, 2007

LOS AMORES RIDÍCULOS

Hace poco recibí un regalo maravilloso e inesperado: El libro de los amores ridículos, de Milan Kundera. Hasta ese momento (por favor, no me juzguen muy severamente por lo que estoy a punto de confesarles) yo pensaba que Milan Kundera había escrito La insoportable levedad del ser (libro imprescindible donde los haya) y poco más, y que había muerto hace años. No me pregunten por qué porque no lo sé. Tal vez simplemente porque nadie me dijo lo contrario y yo tampoco me molesté en averiguarlo. Una estupidez como cualquier otra (como cualquier otra de las gordas): el gran checo sigue vivo, sigue escribiendo y tiene más libros (y relatos, y ensayos...) que poco tienen que envidiarle a La insoportable levedad del ser. De hecho, en su club de fans están organizando un chat con él. Así que este regalo ha sido maravilloso por partida doble: por el libro en sí, del que les voy a hablar ahora mismo, y porque me ha abierto la puerta al resto de la obra de Kundera, que pienso devorar en cuanto tenga ocasión. Y qué caray, porque me ha sacado de un error de los im-perdonables.


El libro de los amores ridículos es un conjunto de relatos ("Nadie se va a reír", "La dorada manzana del eterno deseo", "El falso autoestop", "Symposion", "Que los muertos viejos dejen sitio a los muertos jóvenes", "El doctor Havel al cabo de veinte años" y "Eduard y Dios"), en torno al amor, el deseo, la belleza (y la pérdida de ella), las esquinas oscuras del pensamiento y de los sentimientos, el sexo, la infidelidad... Son historias a veces imbricadas y divertidas, casi de comedia de enredo, y a veces más lineales en el argumento pero emocionalmente muy complejas. En estos relatos, Kundera teje el humor con la ironía y, cómo no, la reflexión profunda y un conocimiento impresionante de la naturaleza humana.


Les entresaco algunos de mis fragmentos favoritos. En el primero, un grupo de médicos que está de guardia comienza a charlar, y una de ellos dice a otro que es un Don Juan, a lo que responde el médico jefe que el interpelado no es un Don Juan, sino la muerte misma, porque arrasa con todas. A lo que responde el seductor:


-Si me corresponde a mí decidir si soy Don Juan o la muerte, debo inclinarme, aunque a disgusto, por la opinión del jefe —dijo Havel y dio un buen trago—. Don Juan era un conquistador. Un conquistador con mayúsculas. El Gran Conquistador. Pero, por favor, ¿cómo puede uno pretender ser conquistador en un territorio en el que nadie se resiste, donde todo es posible y todo está permitido? La era de los donjuanes ha terminado. El descendiente actual de Don Juan ya no conquista, solo colecciona. El personaje del Gran Conquistador ha sido reemplazado por el del Gran Coleccionista, pero el Coleccionista ya no es, en absoluto, Don Juan. Don Juan fue un personaje de tragedia. Cargaba con una culpa. Pecaba alegremente y se reía de Dios. Era un blasfemo y acabó en el infierno.


»Don Juan llevaba sobre sus espaldas una carga que el Gran Coleccionista ni siquiera puede imaginar, porque en su mundo toda carga ha perdido su peso. Las rocas se han convertido en plumas. En el mundo del Conquistador una mirada tenía el mismo peso que en el imperio del Coleccionista tienen diez años del más intenso amor físico.


»Don Juan era un señor, mientras que el Coleccionista es un esclavo. Don Juan transgredía alegremente las convenciones y las leyes. El Gran Coleccionista no hace más que cumplir, con el sudor de su frente, las convenciones y la ley, porque el coleccionismo se ha convertido en algo de buena educación, en algo bien visto y casi en una obligación. (...)


En este otro fragmento, los dos protagonistas se hacen pasar por Milos Forman y su ayudante a la búsqueda de exteriores para una película, con el objeto de ligar con una muchacha. Ella les dice que tiene que llevar la lechuga a su madre, pero que enseguida volverá para acompañarles. Sin embargo, pasa el rato y la niña no vuelve...


-Oye, Martin, creo que ya no vendrá —dije por fin.

-¿Cómo te lo puedes explicar? Si esa chiquilla creía en nosotros como en Dios.


-Sí —dije—, y esa fue nuestra desgracia. Nos creyó
demasiado.

-¿Y qué? ¿Acaso querías que no nos creyese?

-Probablemente hubiera sido mejor. El exceso de fe es el peor aliado —aquella idea me entusiasmó; empecé a divagar—: Cuando crees en algo al pie de la letra, terminas por exagerar las cosas
ad absurdum. El verdadero partidario de determinada política nunca se toma en serio sus sofismas, sino tan solo los objetivos prácticos que se ocultan tras esos sofismas. Las frases políticas y los sofismas no están, naturalmente, para que la gente se los crea; su función es más bien la de servir de disculpa compartida, establecida de común acuerdo; los ingenuos que se los toman en serio terminan antes o después por descubrir las contradicciones que encierran, se rebelan y al final acaban vergonzosamente como herejes y traidores. No, el exceso de fe nunca trae nada bueno y no solo a los sistemas políticos o religiosos; ni siquiera a un sistema como el que nosotros queríamos emplear para conquistar a la chiquilla.

-Me parece que ya no te entiendo —dijoMartin.

-Es bastante comprensible: para esta chiquilla éramos
solo dos señores serios e importantes.

-¿Y entonces por qué no nos hizo caso?

-Porque creía demasiado en nosotros. Le dio a su mamá la lechuga y en seguida se puso a hablarle de nosotros entusiasmada: de la película histórica, de los etruscos en Bohemia y la mamá...

-Ya, lo demás ya me lo imagino... —me interrumpió Martin levantándose del banco.

Enlaces:

Más fragmentos de Milan Kundera

Descargas recomendadas (emule):

El libro de los amores ridículos.

... Y cualquier otro de Kundera.


"¡Tengo dicho que no me molesten cuando estoy leyendo el Marca!"

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